lunes, 11 de abril de 2016

El padre de Nathan Brittles

Por Dativo Donate

La relación entre cine y literatura suele resumirse en la frase lapidaria hecha meme, tan frecuente cuando se contraponen: "El libro es mejor". Ocurre que, a menudo, la película suele consistir en una traslación al lenguaje fílmico del texto literario, generalmente una novela. La labor del adaptador cinematográfico incluye una poda concienzuda de todo aquello que, por razones de metraje, no puede incluirse en el texto cinematográfico. Naturalmente, el lector de la narración escrita se verá defraudado en la versión cinematográfica, pues no todo cabe aquí. Sin embargo, algunas veces el libro puede ser un simple punto de partida que el cineasta escoge para crear su mensaje. De ahí que llame la atención sobre Un tronar de tambores (Valdemar) que es el conjunto de relatos que John Ford escogió para crear su famosa trilogía de la caballería: Fort Apache, She wore a Yellow Ribbon (La legión invencible) y Río Grande.

Del autor es muy elocuente la opinión de su hijo: "Un fascista, un racista y un notorio intolerante". Al parecer, James Warner Bellah era uno de esos norteamericanos intransigentes, ultraconservadores y partidarios de la supremacía blanca y protestante. Misógino también, en su visión heroica de la mujer como sufrida herramienta para estimular el heroísmo del militar.

Los relatos que John Ford escogió abundan en los tópicos sobre los indios sanguinarios, al tiempo que muestran profundo conocimiento de la vida en la frontera y el quehacer de la caballería norteamericana. Se equivocará quien piense que son relatos planos, maniqueos, insustanciales y ajenos a la literatura. Son relatos feroces y consistentes, con considerables dosis de realismo e imprevistas puñaladas de poesía. Esto, si el realismo consiste en transmitir al lector una serie de percepciones sobre la realidad que el lector o bien desconocía, o había pasado por alto, o bien reconoce desde una perspectiva poderosa y esclarecedora. Y si la poesía consiste, a su vez, en un fogonazo de claridad que refuerza una expresión inesperada.

Hay que decir que John Ford adaptó los relatos con enorme habilidad. Y en la labor de adaptar se incluye una reescritura de los personajes y las situaciones que dicen mucho sobre el gran director y su equipo. John Ford añade el humor a la épica de la aventura —qué grandes actores eran Ward Bond o Victor MacLaglen—; y combina la hondura de los personajes con la verosimilitud sobre la vida militar de la caballería, mérito esta última de  James Warner Bellah.

Hay que admitir más de un punto de interés. La visión maniquea del indio cruel es la que prevalecía entre los mismos protagonistas de los relatos. Añade autenticidad a la construcción de estos relatos porque reconstruye con fuerza la psicología de los pioneros. Que el autor poseyese también esta visión, y que glorificase la vida militar per se resulta —en vez de un enfadoso inconveniente— un cierto valor añadido, casi documental. Son relatos que hoy ya no se escribirían, restos arqueológicos de una mentalidad que creemos felizmente superada, y cuyo ocaso el mundo se encarga de desmentir constantemente.

Dice mucho de John Ford, a quien se ha acusado —injustamente— de esa misma visión, que atemperase en sus películas la versión original de los relatos. Ford contemplaba la psicología de los indios de las praderas, y las causas de su ferocidad. Es verdad que John Ford glorifica también la vida militar, aunque más bien ofrece una visión romántica de los héroes desaparecidos. Esos soldados que no se cansan de cantar canciones irlandesas a la menor ocasión, y que el autor de los relatos jamás menciona. Los héroes de Warner Bellah son estólidos, impasibles, implacables; los de Ford, en cambio, son muy humanos y a menudo atormentados, y siempre entrañables.


En cualquier caso le debemos a Warner Bellah la creación de ese personaje, Nathan Brittles, que supo encarnar John Wayne con más hondura de la que se le reconoce. Nathan Brittles será siempre ese John Wayne que en el crepúsculo de la tarde y de su vida riega con un cazo agujereado las flores que adornan las tumbas de su familia. Conviene verlo cabalgar de nuevo, angustiado por ese calendario que le anuncia su retiro inminente, para apreciar mejor al gran director que fue John Ford. Y también para valorar el pulso narrativo que lo alumbró, y el duro mundo de frontera de Warner Bellah.  

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