martes, 5 de enero de 2016

De la profesionalidad de la crítica y el ninguneo literario. (¿Qué más se puede hacer?)

Por David Torrejón

Si sumo distintas etapas y editoriales, he trabajado en total veinte años en la prensa técnica dedicada a la publicidad y el marketing. Es un sector al que solamente uno supera por su adicción a los premios: el de la edición de libros. En publicidad los hay internacionales, nacionales, autonómicos, provinciales, latinos, de campañas dirigidas a niños, al turismo, a los seguros, humorísticas, etc.

Que en los más importantes de esos festivales gane una pequeña agencia, una agencia de provincias o una agencia desconocida, siempre ha sido y es noticia para esos títulos. Más noticia que si ganase una agencia de las habituales. Y nadie se extraña de eso. Y ninguna gran agencia llama a las redacciones de estos medios exigiendo que se hable de sus premios y no de los de la pequeña e inesperada agencia, aunque se anuncien en ellos. La publicidad es un mundo donde el talento es imprescindible y su búsqueda incesante. Como es lógico, los medios especializados colaboran en ella.

Sin embargo, parece ser que esto en el mundo de los libros no es así. Yo me pregunto qué tiene que ocurrir para que uno de esos grandes suplementos y programas de radio que aún tienen, parece ser, influencia, hablen de alguien inesperado que gana premios prestigiosos. Este sordo cabreo me viene por el caso Emilio Gavilanes, aunque seguramente haya otros parecidos. Y pienso en él no por haber publicado en La Discreta (también lo ha hecho en Seix Barral, en Menoscuarto, Edhasa/Castalia y Punto de Vista), sino por tener una trayectoria larga, admirable e intachable, haberse mantenido fiel a su idea de la literatura más allá de modas y mercaderías y por haber ganado consecutivamente dos de los premios grandes e independientes que se dan en España, como son el Tiflos de novela (por Breve enciclopedia de la infancia, Edhasa/Castalia, en 2014) y el Setenil al mejor libro publicado de relatos (por Historia secreta del mundo, La Discreta, en 2015). ¿Qué más puede hacer un autor para que uno de esos medios se digne a reseñar su obra, aunque sea para criticarla duramente? ¿Recibir las alabanzas desinteresadas y públicas de autores tan importantes como José María Merino o Luis Alberto de Cuenca? También las ha recibido.

La respuesta es que valdría más no haber logrado nada de eso y simplemente formar parte de alguna camarilla literaria, publicar en alguna editorial adscrita a grupo de comunicación o haber ganado uno de esos premios populares, aunque esto último resulte muy improbable si no se da alguna de las condiciones anteriores.

Me dicen cuando me quejo que quienes manejan estos medios son muy profesionales, pero que están sometidos a muchas presiones. Y yo me río (por no decir otra cosa) de sus presiones. A diferencia de cuando una agencia de publicidad recibe un premio, un libro puede reseñarse, uno, dos, cuatro meses después de haberlo ganado. Así que las presiones deben ser de tipo excluyente: no hables nunca más que de lo mío. Y si alguien se somete a ese tipo de presiones prefiero no calificarlo de muy profesional. Su deber es informar a sus lectores de esas obras premiadas y tener la profesionalidad suficiente para atar cabos y pensar que cuando alguien firma dos de ellas, puede ser que un autor importante se le esté escapando. Vanas expectativas.



Hace años que no leo suplementos literarios a los que antes era adicto. Me hicieron comprar demasiada basura. Pero el remate llegó cuando escuché a uno de sus jefes reconocer en público que prácticamente solo podían hablar de los libros editados por su conglomerado mediático. Todo lo que estaba fuera era por tanto ninguneado, no existía. Me reafirmo cada día más en mi decisión.

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