lunes, 5 de enero de 2015

Memorias

Una entrada de este blog sobre una novela de William Maxwell me lleva a repasar sus memorias, Ancestors: A family history, publicadas en 1972. Y en ellas, una reflexión del autor que me parece magnífica y que ilustra con una peripecia vital de uno de sus antepasados.

Dice William Maxwell que además de rasgos físicos de nuestros ancestros, como el color de los ojos o la forma y el tamaño de unas manos, también heredamos de ellos profundas emociones que a través de sencillos relatos pasan de generación en generación y llegan a nosotros conservando la frescura y el sentimiento originales. Como ejemplo, nos narra una anécdota que escuchó de labios de su abuela y que se refería a un tatarabuelo del autor.

Robert Maxwell y su esposa, Mary Edie, residían en Virginia. Vivían del comercio del calzado y del cultivo de la tierra, y acababan de tener a su primera hija. Entonces Robert decide marchar hacia el oeste, a comprobar las noticias sobre las bondades de unas nuevas tierras de cultivo en Ohio, y deja a su joven esposa y a su reciente hija en casa.  Él es un hombre cumplidor y muy responsable y por eso Mary Edie sabe que si él le ha dicho que volverá en no más de una semana, así lo hará. Pero pasa más de una semana sin que su marido dé señales de vida y Mary Edie se pone nerviosa porque piensa que algo malo debe haberle ocurrido. Llega un momento en que la impaciencia le resulta insoportable y decide partir en su busca.

Durante esa semana ella le había hecho un par de pantalones y había remendado una bolsa para el grano; y luego, con la niña en brazos arropada en una manta de lana, se puso en marcha a través de un tupido bosque. La mayoría de los árboles tenían allí cinco o seis pies de grosor, y la luz del sol casi no podía atravesar el denso follaje. El bosque virgen era oscuro y opresivamente silencioso. Ella pudo haberse torcido un tobillo y ser incapaz de continuar o volver atrás. Podía haber sido asaltada por un cazador borracho que hubiera estado largo tiempo sin la compañía de una mujer. Podría haberse encontrado con una partida de indios que le hubieran arrancado la cabellera y hubieran esparcido los sesos de la niña golpeándola contra el tronco de un árbol. Podría haberse perdido y muerto de hambre. Pero en lugar de todo eso, al cabo de muchos días, se encontró en medio del enmarañado y frondoso bosque con mi tatarabuelo, que regresaba a casa.

Y William Maxwell nos dice que cada vez que rememora esa historia mientras escucha Fidelio de Beethoven, se le viene a la cabeza ese encuentro en el bosque y una ola de sentimientos le añusga la garganta. Porque se da cuenta de que la emoción de ese relato que ha pasado de generación en generación es parte fundamental de su herencia, de su propia memoria.

No es difícil compartir ese sentimiento al leer estas memorias, pues, ¿quién, al indagar en la historia de sus antepasados, no encuentra alguna anécdota cargada de parecidas emociones?


(Ancestors: A Family History, de William Maxwell. No he podido comprobar que estas magníficas memorias hayan ya sido traducidas al español y publicadas en nuestro país.)

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